El otro día estuve cenando en un restaurante donde el servicio y el lugar están a la buena altura del ticket. Estaba conversando con mi familia tranquilamente, cuando irrumpió en la terraza una niña de menos de dos años gritando desesperada. Por mi posición en la mesa pude verla entrar y sentarse en una mesa muy cercana a la nuestra, y pude comprobar que en su rostro no había desesperación – a pesar de los decibelios de su llanto – sino un intento infantil de llamar la atención e imponer su voluntad a sus padres.
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Sus padres, con parsimonia, se acomodaron en la mesa mientras ella, colorada como un tomate, seguía berreando de pie y muy atenta a los movimientos de su madre. Cuando ésta por fin se giró y la cogió en brazos, la niña cesó su manifestación de rabia y tornó su expresión a un júbilo impaciente. La madre la sentó en su silla y puso frente a ella en posición horizontal un móvil del tamaño de una libreta DIN A6, apoyada en una botella. La niña comenzó entonces a hablar con los dibujos que en la pantalla bailan y cantaban, haciendo al resto de comensales partícipes involuntarios del concierto.
Después de 10 minutos de pacífica conversación entre ellos, los dos padres finalmente hicieron algo que ofrecía muchas explicaciones en sí: cada uno sacó su teléfono y se puso a consultar algo que debía ser muy interesante y absorbente, porque la reunión de familia se convirtió en una especie de cibercafé improvisado donde allá cada uno anda con sus cosas en su propio ordenador.
No puedo culpar a los padres por querer apaciguar a una personita así con los recursos que tengan a mano. Y procuro no entrar a juzgar toda una relación paterno-filial con la escasa información que un rato de observación podía ofrecerme. “Cuando seas madre, verás” es una aseveración a la que razón no le falta, y no voy a cuestionar.
Pero lo que sí me cuestiono es si somos conscientes de lo que pequeños gestos como esos pueden desencadenar con el tiempo. Me explico. Cuando los millenials éramos pequeños, sólo tenían acceso a Internet en casa los más privilegiados (y con cartilla de racionamiento, porque era carísimo conectarse y bloqueaba la única línea de teléfono de toda la familia). En ese momento, tener un dispositivo en la mano que te mantuviera conectado con el mundo era una fantasía de película, más que un improbable. Por lo tanto, las reuniones giraban en torno a un puñado de pipas y las comidas y cenas se amenizaban conversando. Cuando las nuevas tecnologías irrumpieron en nuestras vidas, las incorporamos progresivamente y fuimos haciendo concesiones a las convenciones sociales (transgresiones, diría yo), hibridando su consumo con una actividad social normal. Pero conforme nuestra adicción a los dispositivos digitales aumenta, perdemos todos los modales y nos imbuimos en nuestro cibermundo, olvidando que estamos con nuestra gente desaprovechando la oportunidad de generar recuerdos y segregar endorfinas entre risas y complicidades.
“Bueno, pero es que yo no tengo nada de qué hablar con mi familia”, podrías decirme. “Sí, pero aún tienes educación, ¿os que también se te ha acabado?”, te podría responder yo (a veces, tengo un poco de mala leche, lo admito).
No te dejes arrastrar por la respuesta que da tu celebro adicto ante tal provocación: pasar los momentos compartidos sin teléfono móvil, ¡habrase visto semejante atrocidad! Y si no lo hacemos por aquello que de pequeños sabíamos que era lo correcto, hagámoslo por el ejemplo que estamos dando a las personicas que nos rodean. Ellas nacieron con una tablet debajo del brazo. Ellas no saben qué es “lo normal”, qué son los modales y qué el sentido común, a menos que lo aprendan de nosotros. Y si nosotros les enviamos el mensaje de que ESO es lo que hay, eso será lo que aprendan.
A eso me refería con el resultado a largo plazo:
“La educación es el legado que dejamos a los niños que están bajo nuestra influencia, para que aprendan a interactuar con el mundo”.
De pequeña, nunca se me ocurrió ponerme a gritar y patalear en un lugar público. Mis padres hablaban conmigo antes de salir de casa para explicarme qué se esperaba de mi comportamiento y cuáles eran las buenas consecuencias de cumplirlo. Y los niños no son tontos: entienden perfectamente aquello que se les explica con claridad. Algunos, incluso podrían darnos alguna vuelta a los adultos…
Yo no puedo decir “de este agua no beberé”, pero de entrada – conociéndome – haré lo posible por entender de dónde vienen esas reacciones y cuál es la manera más coherente de reconducirlas hacia un comportamiento respetuoso y sereno. Del mismo modo en que entreno día a día para ser la persona que deseo ser.
Una llamada de atención de un niño no se produce por un hecho puntual y lo más peligroso es que se puede enquistar como un hábito para salirse siempre con la suya. Imagínate que enseñas a otra persona la clave perfecta para manipularte siempre que quiera y lograr que claudiques a su voluntad. ¿Tienes la imagen clara en tu mente? Pues eso.
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¿Recuerdas qué pasaba cuando salías con tus padres a comer fuera? ¿Qué diferencias encuentras con los modales que ves a día de hoy en la mesa y en lugares públicos? ¿Qué crees que sería factible hacer para ayudar a las nuevas generaciones a tener una mejor educación?
Me encantará leer tus reflexiones y comentarlas contigo.
Hasta la semana que viene,